13 oct 2007

Agua

Febrero. Noche de carnaval y calor. Mucho calor. Calor denso, sofocante, colmado y húmedo calor.
Ellos y un encuentro que se había hecho esperar a lo largo de todo el verano, de todas las noches de ese hirviente febrero que ya venía a morirse. Los dos traían sus pieles ardidas de diferentes soles y un par de noches prestadas a otras manos. El encuentro estaba pendiente. Quedaron entonces, en verse a esa hora en ese bar. Sensuales al extremo.
Él, rigurosamente impuntual bajó del auto y se dispuso a cruzar hasta el bar. Ella tranquilamente puntual ya lo había visto pasar. Apuró el cortado ya tibio, pagó sus migajas y salió al cruce de esa avenida. El semáforo se puso en rojo y el asfalto de Cabildo los separaba. Tuvieron tiempo para medirse. Se olieron a la distancia. Él con su andar despeinado y su remera sin mangas, ella ceñida a un suelto solero blanco que demasiado insinuaba, las pieles bronceadas, los ojos fijos y el cruce de miradas. El semáforo dio luz verde y se encontraron a la mitad de la calle. Ninguno de los dos esperó. El atinó a rozarla. Ella ofreció su mejilla y la tibieza de sus descubiertos hombros, esos que él de inmediato aceptó y rodeó con su abrazo. Nunca se habían besado, nunca se habían tocado. Siempre se habían mirado.
Subieron al auto y él encendió el aire. Impetuosa, ella abrió la guantera y buscó los CD´s. Eligió y cuidadosamente al descuido sonó Bob Marley. No, mujer, no llores. Está noche no, que afuera es carnaval y la procesión empieza andar.
Y él la llevó de paseo a su infancia, a su historia, a su amigo. Ella aceptó gustosa el viaje y el roce incidental de la mano de él contra sus cruzadas y descubiertas piernas cada vez que ponía primera para arrancar. ¿Te molesto? dijo ella abriendo el juego en un amague de correrse
"Ni se te ocurra" dijo el tocando su muslo con firmeza. Y se rieron. Cómplices y deseosos casi por primera vez. La charla por momentos escaseaba. Ella adora pasear en auto de noche y a veces sólo a veces se deja llevar. El sabía llevarla, al menos esa noche.
Recorrieron todo Caballito, parte de Flores y toda la historia de él. Noche de roces, de manos viriles, de piernas cruzadas, de tacos altos y escote bronceado. Latidos acelerados.
¿Vamos a tomar algo a casa? dijo él. Ella, descruzando las piernas sonrió y dijo "Si" ante lo previsible. Sí a una copa de vino, sí a esos ojos negros tan de decir cosas, sí a esas ganas nuevas. Sí.
A esta altura Marley se había vuelto a Jamaica y B.B King le cantaba a Lucile.
Habían pasado dos horas desde que se cruzaron cruzando la calle y andando en ruedas y latencias llegaron al estacionamiento. Díaz Vélez y Yatay. A ella le dio un escalofrío. Es que esas otras manos estaban tan cerca, tan expectantes, ahí a unos metros. Por un instante dudó. Desistió. Era su amigo y era también amigo de él. Ya habría tiempo para eso. Y volvió a concentrarse en esos ojos negros. Tan negros cómo no recordaba haber visto antes.
Bajaron del auto y el sopor fue insoportable. El calor sofocaba, el vestido apretaba, el corazón se salía.
Implícitamente él había entendido que ella prefería hombre antes que caballero y entonces en lugar de abrirle la puerta del auto la sujetó de la cintura y le rozó el cuello con el olor de su piel.
Tenían que caminar dos calles desde el estacionamiento a la casa de él y lo hicieron en un silencio de palabras y a gritos de miradas. El beso no había llegado. La caricia se hacía rogar. El deseo había traído a esas almas un poco de revolución. Los labios ardían secos de tanto calor. El abrazo a la cintura, certero, prometedor.
"Acá es " dijo él soltándola para buscar las llaves. Ella, perdida sin esa mano se acercó.
¿Puedo abrir? y sin esperar respuesta le quitó las llaves de la mano y entró. El se quedó un tanto perplejo y la miró pasar, cómo haría tantas veces de ahora en más.Un piso por escalera. Ella iba adelante cómo si conociera el camino. El la secundaba absorto en las formas que adivinaba bajo el vestido blanco. Sin darse vuelta ella sentía por primera vez la mirada. Esa mirada que se iniciaba en lo recogido de sus rulos, bajando por su nuca para detenerse un instante, eterno y caliente, en el hueco de su espalda descubierta. Y podía sentir sus ojos bajando aun más hasta rozarle la curva firme de su cintura y siguiendo al sur por la redondez de sus glúteos. Y ella, que sabía que él no aguantaría más en poco tiempo, al pisar el último escalón sonrió segura, al sentir el roce de su mano subiendo por la parte de atrás de su pantorrilla. "Son lindas tus piernas" dijo él a sus espaldas. Ella giró la cabeza, respondió con esa sonrisa y siguió caminando. Él se le adelantó e interrumpiéndole el paso se le plantó en frente. Con la dulzura de un elfo le tomó la mano, le abrió uno a uno los dedos de muñeca desprolija y le sacó las llaves robadas. "Dejáme llevarte" y ella lo dejó, cómo lo dejaría tantas veces. Lo dejó.
Entraron al departamento. Cálido, masculino con colores calientes. El cobrizo de las paredes reflejaba la piel de él, el verde del tapiz en los ojos de ella y el calor del ambiente se sumaba a la latencia. El vino estaba tibio, Luigi Bosca sin querer. El favorito de ella. Desde la barra del comedor donde se sentaron se adivinaba la forma de la cama en la habitación. Serena, paciente, concreta. Perfectamente fresca y armada. Expectante.
"Prendo el aire" dijo inquieto él
"Dejáme el calor" se acomodó ella, robándose esta vez el control remoto.
Él puso música dejándole a la radio el azar de la banda musical. Sonó Prince, sonaron los Doors y capaz algo de Madonna, Like a virgin quizás. La botella de Luigi se moría, la charla se animaba y las distancias se acercaban. Ella, que ya había recorrido mil veces con la imaginación esos brazos asomados en la remera sin mangas que tanto le gustaba, se sentía intimidada.
Intimidada por esos ojos que la recorrían hambrientos, que la miraban concisos, que la buscaban despacio.
Él, que había besado de lejos y con ansias tremendas esa piel arrebatada, se sentía embrujado.
Embrujado por esos ojos que lo miraban risueños, que lo esperaban chispeantes.
La botella de Luigi terminó de morir. Quedaba sólo agua fría en el refrigerador. Las bocas sedientas, de agua, de vino, del otro.
El extendió su mano a la forma de la cara de ella. Ella levantó la frente y lo miro un tanto desafiante. Él se levantó de su silla y se acercó.
"Traéme agua fría" dijo ella. Él lo tomó literal y fue a la cocina. Ella se rió por dentro. Empezaba a gozar.
El volvió con una jarra helada y la rozó. El brazo, las muñecas y la miró. Apoyó la jarra en la mesa. Ella seguía sentada. Él caminó tres pasos y con las manos todavía húmedas la tocó. En la nuca, bajo los rizos. La tocó.
De fondo Los Piojos gritaban "Agua, cómo te deseo, agua, te miro y te quiero agua, corriendo en el tiempo".
Cantando ese estribillo y mirándola a los ojos él se acercó y le envolvió la cara con sus manos, tal cómo a ella siempre le había gustado.
"Dame agua" gimió él y finalmente la besó.
La besó con un beso intenso, de origen, con sabor a carnaval. La besó y ella respondió y también lo besó con un beso sediento y de pronto todo fue humedad. Las pieles, los ojos, las manos, los deseos.
Ella se alejó de su boca un instante y a la vista de él se mordió los labios. Y entonces él comprendió. Ella había venido sólo a darle más sed. Agua, dame. Tomá. Sed. Saciáme. Secáme. Mojáme. Agua.
En la habitación la cama esperaba para escuchar gemidos, para sentir formas, para ahogarse de transpiración. Una vez volado por los aires el vestido ceñido y la remera sin mangas, ella y él jugaron a entregarse. Y se entregaron a tanto. A dedos atravesando espaldas, a bocas mordiendo bocas, a manos acariciando formas, a lenguas lamiendo partes, a almas saciándose la sed. Por mil noches sedientos del otro se buscaron y cuándo acabaron de gozarse amanecieron abrazados. Hasta que la sed se sació pasaron muchos meses incluso hasta llegaron a cobijarse durante el frío agosto de sus nacimientos. Hasta ese Agosto llegó la sed. Y un silencioso "hasta siempre "fue el final.