Ahí me quedo un poco blanca y con un coraje mentiroso, diciéndole a mi propio absurdo que no soy de las que se quedan esperando que suene el teléfono.
El problema, entre tantos más, es que tampoco soy de las que llaman, ni de las que abrazan primero, ni de las que invitan a más, ni de las que insisten.
Soy más bien de las mudas, de las que van rumiando su propia cobardía, de las que dicen que si cuando no quieren. De las que no quieren decir que si. De esas que andan con su lindura cuestas, con su orgullo mentido y su frente alta, eso sí. De las que se desnudan primero, gozan de más y se escapan temprano.
De esas a las que les cuesta pedir, de las que no se animan a dar, de las que se quedan aburriéndose entre letras chatas y noches de ronda. Acechadas por su propia coraza, adormecidas por humos verdes y despabiladas por mensajes a deshoras.
Ahí me quedo entonces, espiando por ventanas ciegas, arrullando imaginarios idiotas, queriendo pescar en el desierto. Maquillando cielos azules y cambiando grises por arco iris de lata.
Circulando entre locos del norte y cicatrices de destierro. Impávida ante tanto desquicio, sin límite para tanta ignorancia.
Porque claro, soy de las que no esperan nada. De esas que andan sueltas, de ropa y de lengua, de esas que no te cocinan, ni te esperan despiertas.
De las que todos miran pasar pero nadie tiene.
De las que tienen a todos pero nadie quiere.
Entonces, como soy de esas, ahí me quedo. Teniendo miedo.
Pasando noches, perdiendo el tiempo.
Y coleccionando moretones que no entiendo.
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